Hace unos días paseaba por la ciudad en la que vivo, Santander, mientras hacía algunas gestiones administrativas. Me disponía a regresar a mi vehículo cuando un ‘señor’ si se le puede llamar así, acompañado de otro me grita: “ponte el bozal hombre!”.

Resulta que me acababa de quitar la mascarilla y me disponía a entrar en mi coche cuando este ser viviente tiene la poca vergüenza de insultarme, llamándome poco menos que animal, porque no la llevaba puesta. Me quedé estupefacta, primero porque esa persona tenía la suficiente edad como para haber vivido en una dictadura y supongo sabría lo que la prohibición de la libertad supone.

¿Por qué ese individuo se cree con derecho a privarme a mí de mi libertad? Segundo, porque siendo yo (creo) una persona libre y capacitada para saber cuando estoy haciendo algo legal o ilegal, me hizo sentir como una apestada, con la letra escarlata o peor aún, señalada como se hacía en tiempos terribles en otras tierras del norte de Europa.

No quisiera sonar exagerada, pero la situación actual ha llegado a un punto en el que si no te mueves con la corriente, te apartan, te bloquean y te repudian. Y es triste, porque la situación se está volviendo endémica, como los virus de este siglo, y si no entras en el sistema, estás fuera de la sociedad.

Una sociedad que tristemente prefiere chupar de la teta del Estado, sin dar un palo al agua, poniendo de excusa ‘el covid’, y cerrar colegios, centros de salud y empresas, para coger la baja ‘laboral’ (tiene guasa) y que sea la empresa quien soporte el peso de este sistema de ‘ayudas’ que no hacen más que retrotraer el país.

Todos los que, con una tos ‘se cogen una baja’ y están siete días en casa, se escudan en el covid para no trabajar, y pedir ayudas (dinero) al Estado, encantado con la situación, congregando su rebaño de futuros votantes, que con unas migas se conforman. ¡Ay! que tiempos aquellos en los que éramos libres.