19.04.2024 |
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Retortillo y sus enigmáticos guerreros

Retortillo y sus enigmáticos guerreros

E

ra la misa de la festividad y el templo, pequeño y oscuro, con su coro de madera elevado en una especie de balconada en la parte de los pies y su alta nave abierta al presbiterio por un airoso arco triunfal (es evidente que esta terminología no la conocía entonces…), me parecieron mucho más insignificantes, incomparablemente menores que la iglesia nueva de mi pueblo, Arroyo, en la que iría a hacer la Primera Comunión no mucho más tarde. Igualmente recuerdo que había mucha gente y mi enfado por no permitirme subir al coro donde, como en otros pueblos, se solían situar los hombres y donde había ya otros chavales. Hube de quedarme junto a mi madre en el lateral adelantado, no lejos del altar mayor. Lo cierto es que, no sé en qué momento, mi mirada curiosa se detuvo, entre la sorpresa y el susto, ante los dos capiteles que parecían sostener el gran arco para que no cayese sobre nosotros.

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Allí estaban representadas con todo detalle dos escenas de lucha entre caballeros perfectamente cubiertos por sus armaduras y con una larga lanza en ristre. Imagino que fue la primera vez que me fijé en tal elemento de la arquitectura, en este caso románica, y en la armonía que aquellas figuras labradas en piedra desprendían, adaptadas a una superficie concreta, cuyo nombre -marco- conocería mucho más tarde. Los caballeros y la escena que representaban se me antojaban provistos de un movimiento que mi imaginación aceleraba aun más, hasta el punto de no poder apartar la vista de ellos, de izquierda a derecha y viceversa, en uno y otro lado del imponente arco.

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Cierto es que aquella iglesia estaba repleta de capiteles en los que la figura humana aparecía en algunos con inquietantes formas, mientras que en otros se sucedían animales fantásticos, pero nada comparable con los guerreros que tanto me llamaban la atención. A mi lado, sosteniendo pequeños arquillos, casi al alcance de mi mano, tres capiteles estaban decorados con figuras esculpidas en forma animal la del centro y vegetal las dos extremas. Una obra que no alcanzaba a comprender a pesar de ser también un estímulo para mi fantasía infantil. Sin embargo…, aquellas luchas de las alturas de la iglesia ejercían sobre mí tan atrayente fascinación que acabé componiendo mi propia historia, en la que mezclando alguna película “de romanos” y las aventuras de Simba Kan, el tebeo que llegaba los domingos con el diario ALERTA que devoraba ávidamente, eran los ingredientes esenciales que rodeaban la épica lucha de los guerreros medievales de los capiteles de Retortillo.

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Puede que desde aquel día de agosto comenzase a anidar en mí el gusto, veneración más bien, que siempre he profesado hacia el imaginario asombroso del bestiario románico. Un mundo enigmático, lleno de fantasía aparente y simbología que, a fuerza de ser tan evidente, llega a convertirse tantas veces en inextricable misterio.

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La talla de los capiteles en cuestión es notablemente superior a la del resto. Y ello con ser estos también de gran interés, tanto iconográfico como estilístico, dentro de la escultura arquitectónica del Románico del siglo XII. Uno de ellos, el izquierdo, presenta en su decoración una escena de torneo en la que dos jinetes se aprestan a la lucha detrás de sendos escudos que se muestran en un primer plano junto a las cabezas de los caballos (si la expresión se considera conveniente). En el lado derecho, con idéntica filigrana en cuanto a la ejecución, aparecen lo que yo llamé caballeros pero que bien pueden ser un par de guerreros igualmente a caballo que blanden sus espadas al aire y ambos protegidos por la cota de malla tan propia del Medievo europeo, con la figura de una mujer que parece querer detenerlos en su porfía.

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Volviendo al capitel del lado norte, advertimos que los dos contendientes enfrentados son muy distintos entre sí. El de la izquierda se viste de cota de malla y se cubre con casco y un escudo alargado, muy característico del atuendo de los soldados cristianos tantas veces representados en el arte medieval; por el contrario, el de la derecha aparece protegido por un escudo circular y apenas ninguna otra indumentaria pesada, algo que nos informa sobre un estilo de lucha, mucho más ágil y menos pesado para el caballo. En ello han visto algunos estudiosos a un soldado musulmán, al saberse que su táctica se basaba más en la maniobra ligera que en la contundencia de la carga con la espesa armadura cristiana. La época en que se ejecutan estas dos maravillas escultóricas induce a aceptar tal hipótesis pues, como sabemos, eran tiempos de continuos enfrentamientos entre los ejércitos de los reinos hispanos del norte con los taifas musulmanes y, especialmente en el siglo XII, contra la invasión de los almohades, quienes, en efecto, utilizaban escudos redondos, también llamados rodelas.

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El capitel del lado meridional, en el que se distingue en el centro la figura de la mujer mediadora que sujeta las riendas de los caballos, los dos hombres enfrentados están ataviados con el mismo atuendo bélico. Ello nos da a entender, de manera simbólica, pero al tiempo descrita con especial realismo (dentro del románico pleno) que dicha figura representa la Paz, el concepto de paz entendido como precepto divino y, muy probablemente, como alegoría clara respecto al enfrentamiento -muy frecuente- entre los propios reinos cristianos.

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Mucho se pudiera decir, comentar y considerar sobre este ejemplo clave del Románico de Cantabria que es la iglesia de Santa María de Retortillo, llena de motivos de gran belleza a pesar de su sobria estampa exterior. Edificada seguramente sobre un templo pagano previo de la Julióbriga romana, un poco descentrada del caserío del pueblo, la iglesia contiene algunas de las mejores muestras de la arquitectura rural del Románico del norte de España y una riqueza escultórica admirable en la que, vuelvo a insistir, los dos capiteles del arco triunfal, con su pormen0r y detalle, con el primor de la labra y la riqueza ornamental, suponen un hito pocas veces igualado.

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Muchas han sido las veces que posteriormente he pasado cerca de la iglesia e incluso entrado en ella, muy especialmente en las visitas con mis alumnos, pero puedo asegurar que ninguna de ellas he dejado de recordar la primera, en aquel día luminoso del agosto campurriano cuando quedé prendado de los caballeros y su lucha. Allí siguen empeñados en ella. Esperando que vayamos a admirar el trabajo de la anónima mano del artista que les dio forma hace más de nueve siglos.

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